
Caen las máscaras del carnaval y la ciudad vuelve a su rutina, cuando un signo se traza en nuestras cabezas. El viejo rito de la ceniza nos recuerda esa otra cara de nuestra realidad, precaria y fugaz. Nos invita a no enmascararla. ¿Podemos asumir, podemos mirar de frente lo que en nuestras vidas se quema y lo que el tiempo y la lucha diaria reducen a polvo?
La antigüedad esbozó en el mito del fénix un anhelo humano: renacer de las cenizas. Y a la luz de la Pascua hemos encontrado respuesta a esa intuición: el Espíritu de Dios es fuerza renovadora. La palabra y la vida de Jesús es fuego que nos hace luz del mundo e invita a entregar la vida para encontrarla.
La ceniza de hoy es signo de un fuego. Quemamos el hombre viejo para ir descubriendo la vida nueva de Jesús. Asumimos con osada sencillez nuestra pobreza, y hasta aquello que se nos ha vuelto gris y acabado, y lo abrimos a Dios, porque Él sabrá hacer de ello suelo fértil donde crece semilla nueva.
La ceniza de hoy sabe a fuerzas y tiempos compartidos, gastados en amor. Su huella en nuestras cabezas nos anima a “quemar las naves” siguiendo al Maestro, a no dejar que nuestra madera de seguidores se apolille o pudra. Vale la pena gastarla en dar luz y calor. Donde hoy se esparce humildemente esta ceniza un día estará el nombre nuevo que Dios pronuncie sobre cada hombre y mujer, la clave de una vida tocada por su amor. La ceniza de hoy confiesa la fe en el Evangelio que anuncia la escondida grandeza de los pobres y misericordiosos, los constructores de justicia y de paz. Nos invita a renacer desde dentro.